Estoy a punto de empezar una nueva etapa en mi vida. Me voy al extranjero a ganar ni para un plato de
lentejas, por un tiempo indeterminado y con una estabilidad incierta. Y, sin
embargo, todo pinta mejor que aquí. Es más, me voy con ilusión. Hasta me hace
feliz gritar “ME LARGO”. Y no. No es porque me aburra por no trabajar. Mi día a
día se compone de muchas cosas más que me mantienen ocupada y me
llenan. Lo que me aburre es este país, su gente y sus perspectivas de futuro. Y, en general, los propósitos de vida de la mayoría. Me aburren tanto
que me hacen bostezar hasta casi desencajarme la mandíbula.
Me dice la gente: “¿Y por qué no intentas buscar nada aquí?”
— “¿Acaso crees que no lo he
intentado?”, respondo. Yo y la gran mayoría de jóvenes
parados que hay en España a día de hoy. Sinceramente, no me apetece enviar más
CVs a gente a la que le importa lo mismo mi candidatura que si Timor Oriental
se hunde. Y que no me digan que soy pesimista. No hay nadie que
ponga más entusiasmo en escribir una carta de presentación que yo. Hasta estoy
por poner un emoticono de una carita sonriente al final para dar una imagen de
chica simpática y optimista. Pero es que a nadie le importa. Y yo he aprendido
con el paso del tiempo que si no le importas a alguien es mejor cuanto más
lejos.
A ver, pensemos. ¿A quién le importamos de verdad? A nuestra
familia, a nuestra pareja, a nuestros amigos, a nuestra mascota (solo en caso
de que seamos los encargados de alimentarla)… Pensemos de nuevo. ¿Con quién suele esforzarse menos la gente en estar a la altura? Precisamente con personas de estos círculos. Existe una tendencia perniciosa a agachar la cabeza, pedir disculpas y
sentir vergüenza ante personas que ofrecen a cambio indiferencia,
humillación y, en el mejor de los casos, un salario indigno. Luego, uno llega a
casa y se olvida de lo dadivoso que puede llegar a ser cuando prima el interés. Luchas encarnizadas por herencias, relaciones de pareja rotas por
desconfianza, amistades plagadas de cuchillos en la espalda, malos modos en el entorno más próximo, perros humillados vestidos como bebés... Y, mientras tanto, los que se burlan y aprovechan de otros, reciben a cambio generosidad para que la relación de "por el interés te quiero Andrés" o esclavolaboral salga adelante. El género
humano es así de imbécil.
Seamos honrados, diligentes, y pidamos una respuesta a la altura en todos los ámbitos de
nuestra vida. En casa y en el trabajo. Entre amigos y entre desconocidos. Demos y
exijamos en la misma medida. Amistades de calidad, amor de calidad, relaciones humanas de calidad, trabajo de calidad. Y por mucho que rece la publicidad que la calidad no es cara, como casi todo lo que sale en los anuncios, es mentira. Exigir calidad puede conllevar
frustración, enfado, decepción e incluso dolor emocional. Pero si no la
exigimos nos convertimos en conformistas, nos autoengañamos y se nos pone en la cara una falsa sonrisa a modo de mueca. Lo cual, nos resta toda calidad.
Desgraciadamente, dudo que allá donde voy sea diferente. Pero salir de Porriño tiene sus cosas buenas. No es un lugar de calidad. Es feo, industrial, gris. Su gente es igual (una persona fea no es precisamente aquella que no cumple los estándares de belleza). Aún así, Porriño tiene sus cosas buenas: líneas de autobús frecuentes para salir de él y algunas personas admirables que he conocido.
Con mi partida, dejo atrás gente que me importa, pero de algún modo esas
personas siempre acompañan a uno en su camino aunque haya una gran distancia de
por medio. Dejo también bastantes ilusiones de labrarme un futuro como
periodista, al menos en un periodo breve de tiempo. Pero no dejo nada más y por
eso me voy contenta, porque hay muchas cosas por descubrir en otros
lugares; cosas enriquecedoras, experiencias únicas y quien sabe, si respuestas
a muchos porqués o incluso la piedra angular de lo que será el resto de mi
vida.