Mi tiempo fue tu
tiempo. Mis emociones fueron tuyas. Y mi cuerpo.
Cedí. Cedí. Cedí.
Caí y me levanté.
Una y otra vez.
No me rendía. No
entendía porqué habría de hacerlo.
Siempre una
posibilidad, siempre un juego de malabares para continuar la partida.
Pero la derrota
era el resultado de antemano.
Y aún así, la
razón se mantenía cómplice imaginando la victoria.
La misma razón
que, si analizaba fríamente esa posible victoria, se daba cuenta de que el puzzle
no encajaría.
El corazón por su
parte, obstinado, reclamaba aquello que creía que le correspondía. Tampoco
pedía tanto. De hecho, cada vez pidió menos. Un corazón un tanto humillado,
arrastrado, sin dignidad. Pero, increíblemente,
un corazón que repetiría tan indecorosas circunstancias. Ser consciente
de esto fue ser consciente de que el amor es un sinsentido. Propio de idiotas
sentimentales. Y me sentí la más idiota de todas las sentimentales y la más sentimental de todas las idiotas.