jueves, 29 de noviembre de 2012

No hay dinero para los chicos

Canción escrita en 1985 por Manolo García e incluida dentro del disco "Cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana" de El Último de la Fila. CD que compré hace años y que aún conservo, por cierto.



Es la noche de la revuelta; sube el mar hasta mi sector.
Siempre todo o nada, nunca hay elección.
Han surgido brillantes líderes, han temblado en el cielo gris.
Momentos fugaces; ahora no están aquí.
Mira ese chaval de la ciudad letal;
barrio de las paredes sucias junto al puente del río Besós.

Se comercia con los deseos y con la frustración.
Los chavales son los correos, la última generación.
Te dicen "tú tranquilo", todo se arreglará;
utilizan tu destino y tú sin querer hablar.
Pasta gansa para fundirla; por lo visto funciona así.
Yo he nacido pobre; que pecao cometí.
Quizá no sea así... te cuento lo que vi:
casas tan altas como ataúdes, ríos podridos por la ambición.

No hay dinero para los chicos; sin dinero no saben qué hacer;
eso es tan duro... querer y no poder...
Nos manejan como ellos quieren, solo nos dejan sobrevivir,
necesitas dinero para poder vivir.

Quizá no es así... te cuento lo que vi:
casas tan altas como ataúdes, ríos podridos por la ambición.
Se comercia con las banderas y con la necesidad
Vienen cuando no lo esperas; dirigentes no faltarán.
Te dicen "tu tranquilo", todo se arreglará;
utilizan tu destino. Me tengo que desahogar


lunes, 19 de noviembre de 2012

Entrevistemos a los jefes candidatos

Salía en prensa hace poco más de un mes una noticia sobre una oferta de trabajo que resultaba insultante: se pedía ingeniero con experiencia, inglés y disponibilidad geográfica por 500€/mes. Por lo visto se trató de un error pero me gustaría destacar tres cosas a raíz de esto:

  1. este tipo de noticias son las que importan. Hoy en día la labor crítica de los medios debería ser fundamental y se tendría que hablar más de problemas sociales evidentes como este y de menos primas de riesgo. Además, se ha rectificado el error cometido, cosa que tampoco esta à la mode;
  2. en menos de 24 horas 184 personas ya se habían apuntado a la oferta, por entonces los candidatos no sabían que el salario que se ofrecía era erróneo;
  3. en su momento resultó una noticia perfectamente creíble, pues todos nos quedamos boquiabiertos últimamente viendo como algunas empresas se ríen de los trabajadores con sus ridículas ofertas de esclavitud empleo.

Ahí están los jefes, los empresarios, los magnates con toda la tranquilidad del mundo creando puestos de trabajo propios de los tiempos en los que no existían derechos laborales, los mismitos hacia los que regresamos. Por pedir que no sea: alta cualificación, experiencia, titulitis, idiomas por un tubo, disponibilidad geográfica y horaria, etc. etc. ¿Qué ofrecen como contrapartida a todos estos conocimientos? Respuesta resumida: condiciones laborales para reír/llorar. Sale más rentable ser dependiente a media jornada en una tienda de "chuches" en Porriño.


miércoles, 14 de noviembre de 2012

La invasión de los maleducados

No sé si es cosa mía pero veo maleducados por todas partes. Los veo en la escalera de mi edificio, en el supermercado, en el bar de enfrente, en el hospital, en las instituciones públicas... Están invadiendo el planeta. No hay escapatoria. Por mucho que intente evitarlos ahí están, acechando y listos para hacer alarde de sus malas formas.

Los maleducados, como bien es sabido, no entienden de modales. Los comportamientos más típicos de esta especie son: hablar a pleno pulmón (les es indiferente el contexto, sea discoteca o entierro), egocentrismo (yo, me, a mí...), nunca sonreír (salvo cuando se hacen gracia a sí mismos o para mofarse de otros), molestar (les encanta), dificultades graves a la hora de saludar y dar las gracias (no les sale, parece que sufren con solo intentarlo), incapacidad para mantener conversaciones equilibradas (interrupciones , distraimiento...), impuntualidad (de esta que sobrepasa con creces los cinco minutos de rigor), amargar la vida a los compañeros de trabajo (por todo lo dicho anteriormente)... Vamos, unos primores.

Si se acerca el final del día y un maleducado se percata de que no ha cumplido el cupo de molestias ocasionadas hace combos antes de irse a la cama, para asegurarse dormir a pierna suelta a costa e la energía de los demás. Vivir rodeado de maleducados es un peligro pues el riesgo de contagio es constante. 

Porque si tu norma es saludar y dar las gracias, pero nunca recibes una respuesta en la misma línea empiezas a relajar tus formas. Si te amargan en el trabajo, la comisura de tus labios empieza lentamente a caer hacia abajo o se frunce en un gesto hosco. Si llegas siempre a la hora esperas y esperas una y otra vez no vuelves a ser puntual. Molestas a alguien inintencionadamente y piensas "qué se joda, otros tantos me fastidiaron a mí antes". Sin quererlo, tiendes a construir conversaciones en las que se habla de "yo y tú" y de "tú y yo" al estilo partido de ping-pong. En definitiva: te vuelves un maleducado y ya estás listo para contagiar a los demás.

Los hay que se amparan en todo lo expuesto con anterioridad para justificar su mala educación. Ya están el funcionario de turno, el dependiente, el médico y tantos otros  que trabajan de cara al público quejándose de la cantidad de gente sin modales que tienen que atender al día y que provoca su enfurruñamiento. Punto número uno: no pagues conmigo la frustración que te han provocado otros. Punto número dos: a lo mejor has recibido una respuesta a la altura de tu recibimiento (muchos no son conscientes de que el fallo está en ellos, no en los demás). Punto número tres: es parte de tu trabajo, haberte hecho enterrador para no tener que hablar con tus clientes. Luego los hay que con cara de perro y desprecio, de la misma manera en que reciben al público, se preguntan por qué su negocio va mal. 

Voy a decir una obviedad, pero visto que la sociedad necesita que se la recuerde, me parece útil: el trato es fundamental. Ahora ya parece normal que si entras a un negocio y la persona encargada de atenderte está hablando por teléfono, limpiando un cristal, o viendo el ordenador (seguramente cotilleando en el facebook o echando alguna partidilla) no te diga ni hola, ni siquiera te vea. Esperas. Cambias de postura. Una vez. Otra vez. Miras la hora. Golpeas con el pie en el suelo de manera nerviosa a ver si se percatan de tu presencia. Nada, es como si entrase un fantasma. Tu tiempo no le importa.

Lo mejor es mantener a los maleducados lejos, pero es difícil. Cuando por fin has encontrado una cafetería en la que te atiende bien (oye, tampoco tiene que ser una cosa exquisita) te encuentras con otros clientes maleducados. Se sientan muy cerca de ti y se ponen a hablar a gritos. Esperabas por un amigo que llega tarde, como de costumbre. Decides librarte de varios maleducados de golpe, los pesados de al lado y tu amigo que pronto va a dejar de serlo. Te vas. Sales a la calle a dar un paseo y te cruzas con esas personas que ocupan toda la acera, así sea de cuatro metros. Empieza a llover, la gente saca sus paraguas y tú empiezas a temer por tus ojos, recuerda además que los que lo llevan tienen preferencia a la hora de cubrirse bajo las cornisas. Entras en un bazar oriental a comprar un paraguas y te persiguen como si fueras un ladrón (interesado en robar baratijas de 1€). Ya, de camino a casa, te topas con un niño pelma que te golpea con su balón; sus padres te miran como diciendo "¡ay, qué rico el niño! En el portal de tu edificio ves a tu vecino que misteriosamente no te reconoce, le aguantas la puerta y ni las gracias te da. Por fin en casa, te sientas en el sofá para relajarte. Los de arriba han decidido ponerse a mover los muebles, algo que hacen de manera habitual a horas intempestivas -_-!

Ante esta situación inevitable de contacto diario con maleducados y como prevención contra el contagio propongo dos cosas: tomárselo con humor y practicar yoga. 



viernes, 2 de noviembre de 2012

Historia de mis animales

Puede que el hecho de haber pasado mi infancia viviendo en el medio del monte en contacto continuo los animales sea lo que ha estimulado mi profundo respeto y aprecio hacia ellos. Es más, me parece injusto que por no sé qué de una mano prensil multiusos a las órdenes de un cerebro desarrollado deba relacionarme con los homínidos dejando a los animales en un segundo plano. ¿Han visto la sociedad de hoy en día? Es ahí donde están los verdaderos predadores. Los animales no se andan con esas tonterías de los humanos y poseen dos cualidades que valoro especialmente: son sinceros y espontáneos. Si a un animal le caes mal te lo hará saber: te morderá, picará, echará algún excremento o sustancia fétida sobre ti... Las cosas claras. Si le caes bien también lo sabrás: será tu colega. Eso sí, por norma general, confianzas las justas. Los animales no están sujetos a estereotipos y les importa un pepino lo que se piense de ellos. ¿O ven al ornitorrinco deprimido porque la gente lo considere feo, un collage de otras especies? El ornitorrinco es feliz. No le interesa nuestra opinión. Y bien que hace, ¿de qué le serviría?

Recuerdo tener la casa de la aldea, en la que pasé mi infancia y parte de mi adolescencia, plagada de animales. Con los gatos fue traer uno (una gata para ser exactos)  y un abrir y cerrar de ojos encontrarnos con decenas de hijos y otros tantos nietos. Ellos sí que viven rápido la vida. Pero hubo uno especial. Un día mi madre encontró frente al portal de mi casa una caja de Cola Cao grande. "¡Qué cochina es la gente!", se dijo. Cuando iba tirarla a un sitio más apropiado notó que algo daba golpes en su interior. "La baticao", pensó. Abrió la caja y descubrió en su interior a una bolita de pelo negra de ojos amarillos y boca roja. Un gatito de pocas semanas. Cuando me lo contó no me lo podía creer. ¿Qué clase de señal del destino era esa? Desde siempre tomé mucho Cola Cao y aún así no conseguí descifrarla  El caso es que el minino era la cosa más mimosa sobre la faz de la tierra. Mientras ronroneaba te lamía de arriba a abajo con su lengua de una dureza propia del papel de lija del siete y aguantabas como un campeón. Le llamé Silvestre. A los pocos días se calló desde la terraza. Cuando fui a recogerlo me lamió y en su saliva había sangre. "¡No te mueras!", le dije. Encontrar un gato negro en una caja de Cola Cao que se muere a los dos días no podía ser un buen presagio. No murió. Por lo visto solo había agotado una de sus múltiples vidas. 

El caso de los perros fue diferente. Teníamos uno, Trotsky se llamaba. Recuerdo, cuando aún era bastante pequeña, haberle cogido un libro del colegio a mi hermano mayor y haber encontrado una foto de un señor con el siguiente pie de foto: Trotsky. Me había hecho mucha gracia. ¿Qué persona había sido tan cruel como para ponerle nombre de perro a un hombre? Mi hermano le había pintado unas orejas y un hocico al retrato. Así se parecía bastante a nuestra mascota. Trostky murió de viejo. El perro, digo. Cumplía años el mismo día que yo y compartíamos tarta cuando la había. Si le dabas pan lo enterraba y días más tarde se lo comía lleno de tierra. Mi madre le cantaba una canción tradicional incluyendo al chou la palabra Trotsky y el la bailaba dándole al rabo con frenesí. Un día le dio por empezar a perseguir a los pocos coches que pasaban al lado de nuestra casa ladrándoles como diciendo: "ya verás como te pille bichejo veloz". Cuando el coche se alejaba se quedaba un rato viendo su estela. "Cobarde, vuelve si te atreves", parecía pensar. Afortunadamente conseguimos quitarle esa manía. Si le decías "dame la mano", te la daba. Si le decías "dame la otra", te daba la otra. Siempre tenía la comisura de los labios hacia arriba, era un perro sonriente. No sabia hacer grandes cosas, ¿y qué?, yo tampoco.

Ya antes de la muerte de Trotsky yo tenía la costumbre de dar de comer a los perros que de vez en cuando aparecían abandonados o perdidos cerca de mi casa. Mi madre me avisaba: "he visto a un perro merodeando por aquí, ni se te ocurra darle de comer ni acariñarlo". Tarde. Generalmente yo ya había visto el perro antes y si se había aproximado a mi madre es porque había cogido confianza después de unos cuantos churruscos de pan y unos mimos a traición cuando se acercaba a coger el alimento. Mi madre volvía a repetir el toque de atención en días sucesivos cuando yo ya estaba pensando en el nombre de nuestra inminente mascota. Es así como en mi casa tuve a muchos otros perros además de Trotsky. Pero no todo fueron historias felices con los animales. No.

Hace unos años era de lo más normal en las aldeas sacar a pastar a los animales: ovejas  cabras, vacas... Nosotros teníamos de todo eso. Resulta que (lo contaré para los urbanitas) también había que aparearlos para traer nuevas generaciones que se traducían en ingresos para la familia: o se vendían las crías o eran cebadas hasta estar al dente para pasar por el cuchillo. Nosotros, por lo general mi hermana mayor y yo, llevábamos las cabras a una granja cercana para que se recrearan en esto de las artes amatorias. La idea era que el castrón poseyese a la hembra de la manera más efectiva posible, por lo que teníamos que presenciar el acto y asegurarnos de que la(s) cópula(s) resultase(n) exitosa(s), no fuera a ser que no se gustasen. Pobres animales sin intimidad. Pues en esa estábamos cuando yo me puse a lo mío, dejando el espectáculo para los más interesados. Me giré y me puse a indagar en otras cosas. Hasta que noté una presencia. Me volví y vi al castrón, con su inconfundible olor a macho cabrío, mirándome fijamente con sus cuernos amenazantes. "No será capaz", pensé. Pero fue capaz. Dio unos pocos pasos ligeros hasta llegar a mí y sin pensarlo dos veces me corneó con ímpetu. No habría ido más allá de una graciosa anécdota si yo no me encontrase al borde de una docena de escalones de piedra. Los recorrí uno a uno con la espalda. Sentía como se me clavaban en mi camino infinito hacia el suelo. Una vez que frené al final de la escalera, me puse en pie en cuestión de milésimas y empecé a moverme al estilo Chiquito de la Calzada: la mano en el riñón, encorvada y de un lado para otro. Solo me faltaba decir: "Cobarde castrón, pecador de la pradera". Debía de tener unos diez u once años. Como hasta entonces, y por raro que parezca, nunca había sufrido una caída fuerte ni me había roto o fracturado nada, me parecía que había sido un sueño. Solo había tenido grandes caídas en sueños y ese dolor infernal que sentía no podía ser verdad. Así que paré de bailar, me acerqué a mi hermana y le dije: "despiértame". Ella me preguntó cómo me encontraba, entonces supe que no era un sueño. "Mierda", pensé. A pesar de lo aparatoso de la caída y de las posibles lesiones ocasionadas no fui al médico. Los propietarios de la granja me echaron una crema más fría que la cubierta de un iglú en mi espalda magullada y ¡hala! andando de vuelta a casa con la cabra ya fecundada. Los niños de antes, sobre todo los de aldea, estábamos hechos de otra pasta. 

Mi experiencia más traumática con los animales no es esta. Tiene que ver con las arañas. Tengo aracnofobia. Me dan tanto asco las arañas que solo con verlas en la tele grito, me escondo, a veces hasta me dan arcadas. Y todo por la mayor tontería jamás contada. Detrás del mueble del salón de mi casa había una araña. Una de esas de patas largas y finas. Grande, pero tan delicada que parecía que una ráfaga de viento se la podría llevar volando. Había visto en los documentales de animales, a los que siempre fui muy aficionada, como las arañas, una vez que un insecto caía en su tela, se precipitaban rápidamente sobre él para enrollarlo en más tela y almacenarlo para el desayuno del día siguiente o zampárselo al poco. Tenía la oportunidad de verlo en directo. Cacé una mosca con la facilidad propia de alguien que ha cazado muchas moscas antes y la arrojé a la tela. Menudo espectáculo. La araña había hecho a pie juntillas lo que yo había visto en la tele. Así que repetí la operación varias veces en días sucesivos para mi diversión. La araña empezó a verse saturada y a veces ya pasaba de ir a por el insecto en cuestión, lo dejaba moribundo en la tela porque ya tenía suficiente alimento en la despensa. Al cabo del tiempo parecía la tela del terror con un montón cadáveres de moscas colgando. Pero lo peor no fue eso, con el paso de los días la araña fue adquiriendo cuerpo. Pasó de ser una araña flaquita y delicada a convertirse en un bicho gordo en el que ya se apreciaban los pelitos. Me asusté. "¡Dios... Como me descuide la próxima víctima seré yo!", me dije.  Así que tras pensarlo detenidamente decidí que lo mejor sería acabar con el monstruo que yo había creado. Cogí una escoba, y tras unos segundos de vacilación, le di en toda la chepa. Cayó al suelo intentando zafarse del ataque del ser traicionero que la había estado alimentando. La alcancé a tiempo y acabé con su vida. Ahí en el suelo, una pata para allá, otra para acá. Como diciéndome "he acabado así por tu culpa". La recogí y la tiré lejos. Pero su presencia seguía en mi cabeza. Me parecía que permanecía allí, detrás del mueble susurrando: "por la noche, mientras duermes, te voy a enroscar en mi tela para luego merendarte". No solo me invadía este miedo, sino un gran sentimiento de culpabilidad. ¿Con qué derecho había yo intercedido en la vida de esa araña proporcionándole un final tan indigno? Desde entonces cualquier araña me produce un repelús indescriptible al tiempo que veo en ella la injusticia con que la que un día me comporté.

Esta no fue la única ocasión en la que me valí de las moscas para hacer de las mías. Resulta que en los bloques de cemento con los que estaban construidos los muros que rodeaban mi casa había agujeros. Al llegar la primavera, los pájaros aprovechaban esos lugares para hacer sus nidos. Pero los hacían en las partes más altas, lejos de mi alcance. Solo conseguía llegar a uno de ellos encaramándome al bordillo del muro y aún así apenas alcanzaba ver el interior del agujero unos segundos. Observaba a esos pajaritos recién nacidos, chillones, abriendo, cual hipopótamo, una boca desproporcionada para su tamaño. Luego se me acababan las fuerzas y tenía que bajarme hasta recuperarlas y repetir la operación. Siempre que los padres no estaban cerca claro. Mi madre ya me había advertido: "no te acerques demasiado a los nidos, los pájaros los dan por invadidos y los abandonan". Ni caso. Cacé una mosca con la facilidad propia de alguien que ha cazado muchas moscas antes. Até el extremo de una ala a un hilo. Merienda en mano me dirigí al nido. Me subí al muro y asomé la presa por el agujero. Las crías se pusieron como locas. Deslicé el hilo y la más espabilada se zampó la mosca. "¡Qué divertido!", pensé. Luego esperé a que viniesen los padres, por si notaban algo, eso de la invasión del nido y tal. Nada, se comportaban con normalidad. Entonces repetí la operación, como había hecho con la araña. Unos pájaros gordos no me asustarían (aún no había visto la película de Hitchcock ni jugado al Angry Birds). Al poco tiempo, un día me asomé al nido y los polluelos estaban muertos. "¡¡No!! La culpa ha sido mía", fue mi primer pensamiento. Pero luego caí en la cuenta de que llevaba varios días sin rondar por el muro porque había estado lloviendo como llueve en Galicia: mucho. Los pájaros se habían ahogado. En posteriores temporadas de cría pude comprobar que pocos polluelos sobrevivían en ese hueco del muro, aún cuando yo ya había desistido en mi manía de alimentarlos. Por tanto, deduje que había sido la pereza de los pájaros lo que los había llevado a su muerte por no querer construir nidos decentes. Y mi conciencia se quedó más tranquila.

Poli y yo compartimos afición por los documentales de animales
Los animales han estado siempre muy presentes en mi vida. Ahora vivo en un piso y tengo una gata que se llama Policarpa, aunque le varío el nombre y también la llamo Polichinela, Polispán, todo lo que se tercie que empiece por "poli". Con los gatos hay que saber tratar desde un primer momento. No asumen esa relación dueño-súbdito que fácilmente entienden los perros. Lo que puedes conseguir si te ven como una persona muy mandona es que te manden a freír espárragos y que hagan lo que les salga de los bigotes. Por eso hay que ser uno de los suyos.Tienes que ser un familiar o un colega. Para el gusto de un gato excesivamente grande y falto de pelo. Pero al fin y al cabo, uno de los suyos y como tal tienes que respetar su independencia. Policarpa es muy lista, se ve en un espejo y sabe que es ella. En ese sentido Trotsky era muy tonto. Le ladraba y enseñaba los dientes a su reflejo para nuestra diversión. Además, caza moscas con la facilidad propia de alguien que ha cazado muchas moscas antes.

Lo que no me gusta nada es esa manía que tiene la gente hoy en día de humanizar lo más posible a sus mascotas. Les ponen ropita, le hacen comportarse como personas. Pienso "¡no por favor!, no convirtamos los animales en humanos". ¿Acaso queremos acabar con la poca sinceridad y espontaneidad que queda en el mundo?