Soy un ciempiés. Un gusano. Una cucaracha kafkiana. Cualquier bicho nauseabundo. Llevo cara de perro, con las
comisuras de los labios hacia abajo. Quiero lo que no tengo. Lo que tengo me
parece poca cosa. Creo que estoy enferma, alguna enfermedad grave que necesita
por fuerza una operación, que deja secuelas graves o lleva a la muerte.
Deambulo de un lado a otro presa de una tristeza infinita. No me ducho. Duermo
ratos largos durante el día pero no me despejo. Me siento sola. La soledad más
absoluta. Afuera la gente parece divertirse, pero la sola idea de salir y
encontrarme con ellos me produce un inmediato rechazo. Si me veo obligada a
hacerlo camino pegada a los muros deslizándome rápidamente sin hacer ruido para
evitar ser vista. Siento molestias dónde creo que tengo la enfermedad: si es en
la cabeza, en la cabeza; si es en el pecho, en el pecho; si es en el pie, en el
pie. Siento ansiedad sexual. Pienso en llamar a algún amigo, pero recuerdo que
estoy sola. Se me pasa el día en un letargo infinito. Tan largo, pero breve a
la vez. Un paso más en el inexorable camino hacia la muerte. Y tantas cosas sin
vivir. Siento que he desaprovechado mi pasado, que está carente de emociones
verdaderas, de experiencias reales. Pero a su vez, me veo incapaz de aprovechar
el presente sumida en el aborrecimiento e ensimismamiento más absolutos. Pienso
que, de seguir así, mi vida no valdrá la pena.
Pasa un día, o tres, o un mes y
todo cambia. No soy un ciempiés, me contento con lo que tengo y estoy sana.
Salgo sonriendo a la calle, quedo con amigos. Mi pasado me parece gratificante
y el presente me aporta pequeñas cosas que me hacen sentirme plena.
Pero al cabo de un tiempo, todo
vuelve a empezar.