viernes, 5 de octubre de 2012

Precarios precrisis

Introducción

Hay gente, sobre todo joven, que piensa que lo de los contratos basura y precarios es cosa de la crisis. Aunque es cierto que ahora las leyes amparan a muchos empresarios para "maltratar" a sus trabajadores, antes de los últimos cambios legislativos los más avariciosos ya empleaban todo tipo de tácticas para rentabilizar al máximo el sudor de la frente ajena. Pondré mi propia experiencia. 

Año 2005. Fiebre del ladrillo. El crédito fluye de los bancos a borbotones. Consumir y presumir de tener más que el prójimo es el undécimo mandamiento. Los pajaritos cantan, las nubes se levantan. Nada que no se haya contado hasta la saciedad en los últimos años.

Pues bien, por aquella época yo me había empecinado en estudiar Periodismo. A pesar de haber sacado buenas calificaciones en selectividad me quedé a unas décimas de la alta nota de corte para cursar esta carrera en Santiago de Compostela. Tenía 18 años y los planes que había trazado para mi futuro más inminente se habían ido al garete. "¿Y ahora qué?", me pregunté. Pensé que tal vez había sido una señal del destino para poder hacer dinero y cursar la carrera con más tranquilidad en el curso siguiente, pues es probable que hubiese tenido que trabajar durante los estudios para subsistir fuera de casa cuatro años aún obteniendo becas. 

En septiembre de 2005 me apunté por primera vez en mi vida en el paro, elaboré mi primer currículum y empecé a buscar trabajo de manera activa. La verdad es que no había mucho que poner en aquel CV. Estudios: hasta bachillerato. Experiencia: ninguna, pero ganas de trabajar :) Aptitudes: ...por entonces desconocía mis aptitudes profesionales al carecer de experiencia así que ponía cualidades personales que podían aplicarse al trabajo del tipo "persona responsable". Con esta mierda pinchada en un palo me presenté a numerosas ofertas, pero para aquellos que no tengan memoria, antes también había moitos cans para un ghueso.  Solo era una personita de muchas que optaba a un puesto y encima sin experiencia. Pasaban las semanas y meses y nada.

Capítulo 1

Una amiga mía estaba empleada de aquella en una fábrica de Porriño (no diré el nombre aunque es posible acabar deduciéndolo) en la que había conseguido entrar sin apenas experiencia. Reconocía que las condiciones no eran buenas. Aunque la idea de ponerme a trabajar en aquella empresa no me resultaba en absoluto atractiva después de haber escuchado historias para no dormir sobre ella, incluidas las de mi amiga, decidí entregar mi currículum y sonó la flauta. Aunque lo normal es que sonara porque en ese sitio entraba gente a la misma velocidad que salía. En enero de 2006 firmé mi primer contrato de trabajo. 

Ciertamente el uniforme de peón me quedaba fatal: el pantalón flojo y demasiado largo, la camiseta me podía servir de vestido y la cremallera de la chaqueta se me rompió al poco tiempo. Pero solo daban dos pantalones, dos camisetas y una chaqueta. La lavadora andaba a cien esos días. Resulta que no había guantes de mi talla. Tengo las manos más grandes que la media de mujeres y, o tenía que ponerme unos pequeños que calzaban el resto de damas de bellas y delicadas manos, o usar los de hombre que se me caían al poco. De vez en cuando conseguía unos de mi talla (los cambiábamos con frecuencia porque se rompían con facilidad debido a las características del trabajo) y los intentaba cuidar como algo preciado. Incluso ya con agujeros en los dedos los seguía usando porque me resultaban más cómodos que los de talla inadecuada. Nadie se preocupó por proporcionarme unos de mi tamaño a pesar de que al usarlos rotos estaba incumpliendo normas de seguridad de la empresa. Más tarde me enteré de que la jefa de equipo usaba mi número y siempre tenía guantes nuevos. 

Todos los peones éramos mujeres, salvo alguna excepción. En el caso de los encargados y otros mandos ocurría al revés. Y los mandamases: todos varones. Estos delegaban en sus secuaces la tarea de llevarnos a los trabajadores de nivel inferior, o sea, a todas nosotras, a la extenuación. Presumo de aguante físico, pero después de una jornada de trabajo solo podía pensar en llegar a casa y descansar. Por lo general, me sentía siempre agotada. 

Resulta que el trabajo se dividía en varias fases que a su vez contaban con diferentes máquinas y con peones especializados en el proceso. Entraba una materia prima, madera, y salía un producto acabado y listo para su uso, pavimentos. No me gusta adjudicar las cosas a la buena o mala suerte, pero me tocó el peor puesto con las peores máquinas. Y no solo lo decía yo. Ninguna trabajadora de la planta quería de forma voluntaria venir a echarnos una mano si algún día estábamos escasas de personal por alguna razón. Si alguna aparecía era porque su superior había tenido el mal gesto de elegirla para tal fin.  

Las empleadas que habíamos tenido la "fortuna" de acabar en el puesto odiado, nos encargábamos de la primera parte de la elaboración de las tarimas flotantes. Cargábamos las máquinas con tacos de madera, en ocasiones con tablones de más de un metro. Estos eran cortados y salían por el otro extremo en piezas, generalmente pequeñas, que nosotras llamábamos tablillas. A continuación, teníamos que separarlas según unos criterios establecidos. En un mismo taco podía darse madera "rústica", "buena", "natural" o "para leña". Podíamos meter, por ejemplo, unos siete tacos y cada uno podía producir seis tablillas. Debíamos separar 42 piezas en pocos segundos porque el proceso nunca paraba. La máquina estaba siempre llena y si no retirábamos con rapidez las tablillas empezaba una situación que todas queríamos evitar a toda costa: se acumulaban montones de madera sin clasificar. Lo peor es que si esto se daba, por lo general, acababa derivando en verdaderas montañas de madera en la mesa de trabajo en la que la máquina seguía vomitando sin piedad más tablillas. Cuanto más pequeñas eran las piezas más riesgo existía de que se diese esta situación. A veces se mezclaban las ya separadas con otras recién cortadas y todo se volvía un caos. Una vez hechos montones de tablillas según los diferentes tipos, los llevábamos a sus correspondientes palés hasta acabar haciendo montañas de madera que teníamos que plastificar para que el carretillero se las llevase al almacén. 

Al principio, salvo casos excepcionales, lo normal es que si llevabas un buen ritmo de trabajo no se diesen casos de agobio por acumulación de tabillas sin clasificar. Además, en el contrato figuraba que a cada máquina le correspondían dos operarios, por lo que nunca podrías encontrarte sola ante este marrón. Poco duró la dicha en la casa del pobre. 

Llevaba apenas unos días trabajando cuando se empezó a subir la velocidad de corte de las máquinas porque la empresa quería fabricar más rápido para cubrir la creciente demanda de la industria inmobiliaria que pedía más pavimentos de madera para futuros pisos hipotecados. Tal era esa velocidad que solo se podía seguir el ritmo literalmente corriendo. Corriendo a cargar las tablas en la máquina. Corriendo a la hora de separar las piezas, algo que hacíamos a un ritmo infernal dándoles vueltas con los dedos como si no hubiese un mañana. Y corriendo a llevar la  madera a los palés. A veces corríamos tanto que se nos caían al suelo los montones de tablillas que tan trabajosamente habíamos separado y se entremezclaban haciéndonos estallar en maldiciones. También corrían los palistas, tanto, que en alguna ocasión terminaron por tirar las torres de madera que construíamos. Recuerdo a una compañera llorando mientras recogía una cantidad ingente de piezas pequeñas y resbaladizas de madera del suelo, después de que el carretillero tirase sin querer el palé que había montado ella sola después de horas trabajando en una máquina que iba a cien. Era como tener que volver a construir un precioso castillo de arena desparramado debido al golpe involuntario de la pelota de un niño.

Del tipo de madera también dependía la carga de trabajo. El elondo era horrible. Máquina con elondo, máquina maldita. Nos hacía estornudar y llorar los ojos. Algunas usaban mascarilla. Encima es una madera muy deslizante y si no se montaba el palé con sumo cuidado, este podía desmoronarse con facilidad, como le había pasado a mi compañera.  La jatoba, por su parte, es muy pesada. Ideal para acabar con la espalda destrozada al final de la jornada. El roble no daba tantos problemas en este sentido, pero había que ser extremadamente cuidadoso al separarlo pues era una madera muy solicitada y se seguían criterios más escrupulosos en su clasificación. A veces, los patrones cambiaban de un día a otro y lo que te habían explicado como "rústico" pasaba a ser "bueno" porque el jefe pedía más producción de una u otra variedad. Cuando empecé, se consideraba roble rústico aquel con unos pocos nudos y pequeñas manchas. Luego valían muchos nudos y las manchas grandes. Más tarde se aceptaban muchos nudos, manchas grandes y nudos profundos. Uno nunca sabía con seguridad que normas tenía que seguir.

Lo peor en este sentido, era cuando venía un jefísimo y se paraba en los palés a comprobar la madera. Ni respirábamos mientras seguíamos trabajando a un ritmo frenético viendo de reojo la escena. El procedimiento solía ser siempre el mismo. Alguien vestido de traje cogía una tabilla del montón y le daba mil vueltas. Dedicaba minutos a examinar la madera cuando nosotras apenas disponíamos de centésimas. Y ponía mala cara. Llamaba al encargado y le decía algo al oído sin dejar de señalar el palé. Acto y seguido el encargado se acercaba a las empleadas que habíamos elaborado ese palé y nos hacía reclasificar la madera siguiendo nuevos criterios. Esto significaba dejar una compañera sola en la máquina que al rato acababa desapareciendo detrás de montones de tablillas.

Capítulo 2

Lo de dejar a único operario por máquina (aún cuando el contrato exigía que no se diesen estos casos) era muy habitual. Es más, ni llevaba tres días en la empresa cuando me tocó este marrón. Sabía que aún estaba en periodo de prueba, así que intenté hacer de la mejor manera el trabajo de dos personas. Luego descubrí que era una especie de reto, no solo para asegurar la contratación del empleado, sino también para conocer que operarios podían quedarse solos en la máquina y, por tanto, ser más rentables. 

Siempre que una compañera se quedaba sola yo intentaba compaginar el trabajo en mi mesa con echarle una mano. Con el tiempo descubrí que había algo peor que el duro trabajo físico que nos imponían: el ambiente. Se habían formado grupos de trabajadoras que se criticaban entre si y no había lugar para la neutralidad. Incluso se hacían la puñeta unas a otras. Nunca llegué a entender que empujaba a estas mujeres a volver más insufrible el trabajo añadiendo malos rollos. ¿No deberíamos apoyarnos?

El ridículo cuarto de hora que nos daban para comer el bocadillo en las ocho horas de trabajo era de lo que menos me gustaba. Se juntaban dos cosas: el momento de poner verde a las compañeras que se habían quedado en las máquinas esperando su turno del bocata y más trabajo para el resto de la jornada. Comíamos en el vestuario y allí los grupillos se reunían para criticarse mutuamente. Yo procuraba acabar lo antes posible para librarme de ese ambiente y porque sabía que, con cada minuto que pasaba, más profundo seria el mar de madera sin clasificar en el que estaría nadando mi compañera de máquina. Cuando regresaba a mi puesto, ella se iba al descanso. Yo me quedaba con la madera que había acumulado e, irremediablemente, añadía otro tanto en su ausencia. En ocasiones, recuperar el ritmo y vaciar la mesa podía durar las cuatro horas restantes de trabajo.

Porque esta era otra historia. Durante la pequeña pausa para el bocadillo no se podían parar las máquinas por mucho que eso significase más carga de trabajo. En realidad, no se podían parar las máquinas nunca salvo cuando se cambiaban las guías. En una ocasión, me encontraba con una compañera nueva. Entre el calor que emanaba de la uralita que cubría la nave a finales de julio y el ritmo de trabajo, no resistió y acabó vomitando encima de la mesa. La acompañé al baño a refrescarse y llamar alguien para que la viniese a recoger. Cuando volví al trabajo, el encargado había tenido la amabilidad de bajar la velocidad de la máquina unas décimas. Insuficiente para impedir que la madera rebosase la mesa y acabase esparcida por el suelo. También había tenido el gesto de seguir cargando tacos, pero no clasificó ni una sola tablilla por lo que me encontré con un monstruo escupiendo madera al suelo sin parar y pidiendo más alimento (y algún resto de vómito).

Esto era muy habitual. Solo había una norma. No dejar la máquina nunca vacía. Daba igual que fuese imposible seguir el ritmo y que acumulásemos montones de madera no clasificada sin dejar un milímetro libre en toda la mesa. Lo que importaba era el cargador lleno y la máquina cortando. Lo peor era cuando sucedía esto y además había que separar las tablillas excesivamente gruesas o delgadas que eran inservibles y que salían cuando las guías llevaban mucho tiempo en funcionamiento. 

Recuerdo la vez que más madera se me amontonó: estaba yo sola, la máquina iba a mil, las tablillas eran pequeñas y por tanto más difíciles de clasificar y encima tenía un montón de piezas que apartar por defectuosas. Me parecía que ni con la ayuda de mis compañeras podría vaciar la mesa antes de acabar el turno. Conteniendo mi rabia decidí que al finalizar la jornada dejaría el trabajo. O mejor no contenerla. Me dirigiría inmediatamente al gerente y le diría "ahí te queda la estúpida madera, me largo". Justo en ese momento vino una compañera a echarme una mano y al verme así, sin parar ninguna de clasificar tablillas, me dijo que me lo pensase mejor, que maña sería otro día. Yo no pensaba en mañana, pero sí en que me quedaban apenas unos meses para dejar ese puesto deprimente y ponerme a estudiar la carrera de mis sueños. Eso fue lo que me impidió dejarlo hasta el comienzo de curso. De no ser así, es probable que lo hubiese dejado antes.

Con el tiempo aprendí cierta picaresca y, si me encontraba muy agobiada, dejaba atascado algún taco de en la máquina para que esta dejase de escupir madera un rato. Era una práctica común en ciertas compañeras con experiencia que, misteriosamente, salían rápidamente de estos apuros.

El horario de trabajo también era excesivo. Como nunca se paraba ninguna máquina en todo el año salvo el 25 de diciembre y alguna otra excepción, trabajábamos por turnos insufribles. Siete días seguidos (incluidos festivos) hasta poder hacer un descanso. De mañana, tarde y noche. Por la mañana entrábamos a las 6.00h (me levantaba a las 5.00h) y salíamos a las 14.00h. Por la tarde, comenzábamos a las 14.00h y salíamos  las 22.00h. Este era el turno que más odiaba porque solo había tiempo para dormir, comer y trabajar. Por la noche, la jornada empezaba a las 22.00 y se prolongaba hasta las 6.00h de la mañana. Era mi turno preferido. Muchas lo odiaban porque les daba el sueño o porque tenían hijos que llevar al colegio por la mañana o a los que hacer de comer. Siete días de trabajo y dos de descanso. Y vuelta a empezar. Mañana, tarde y noche. A veces había que hacer horas extras para limpiar las máquinas, cosa que odiaba por dos razones: porque usábamos aire a presión y acabábamos llenas de serrín mojado de pies a cabeza y además consistía en pasar más tiempo en ese infierno. La jornada acababa prolongándose a diez horas de agotador trabajo físico. Además, supuestamente, estas horas a mayores eran voluntarias para aquellas que quisieran sacarse pelillas extras, pero si una siempre decía que no era mal vista tanto por el resto de empleadas como por los encargados. 

El sueldo no hacía justicia a nuestro trabajo. A pesar de los extras como nocturnidad, no era para tirar cohetes. Si al menos el contrato se respetase fielmente y no se permitiesen cosas como tener a una persona por máquina en lugar de dos, las nóminas hubiesen sido más justas. 

Además, como la empresa no quería comprometerse a crear puestos fijos nos largaban al año de trabajo. Y reclutaba nuevas empleadas. Teníamos que estar continuamente enseñando a las nuevas incorporaciones. En ocasiones, antiguas trabajadoras volvían después de un tiempo cobrando el paro con un nuevo contrato por un año. En los últimos tiempos la empresa se había apuntado a la moda de emplear a través de ETTs. Estos trabajadores se distinguían porque llevaban uniformes naranjas en vez de verdes y porque salían más baratos. 

Por otra parte, para abaratar costes de producción se encargaba parte del proceso de la fabricación de los pavimentos de madera a plantas de Polonia y Brasil. Nos llegaban palés con madera procedentes de esos lugares que teníamos que reclasificar porque no se habían seguido los patrones que gustaban al jefe. Por entonces había rumores de que la dirección de la empresa se estaba planteando trasladar la mitad de nuestras máquinas (cuatro) a esos países donde la mano de obra salía más barata.

Final

En septiembre de 2007 puse punto y final a mi relación laboral con la empresa después de siete meses y once días. Durante ese tiempo vi largarse a muchas compañeras: o no habían pasado el periodo de prueba, o se habían marchado por voluntad propia o habían cumplido su año de contrato. Diariamente tuve que sonarme el serrín que se me acumulaba en las fosas nasales y que también hacía acto de presencia en los oídos. Debíamos usar tapones por el fuerte ruido de las máquinas, pero nos los teníamos que quitar todo el rato para poder escuchar lo que decía una compañera, la jefa de equipo o el encargado. Se produjeron algunos accidentes laborales, el más heavy fue el de una trabajadora a la que una máquina le rebanó los dedos. Cayeron varios palés en diferentes zonas de la planta con el consiguiente riesgo para los operarios. Pasamos de trabajar cinco días seguidos a la semana a siete sin previo aviso. Nos cambiaban de máquina o puesto según las necesidades de producción sin tener en cuenta las nuestras. Los portones de la planta se abrían continuamente en invierno haciéndonos pasar muchísimo frío y la uralita del tejado nos hacía sudar la gota gorda en verano. No hice ninguna amiga con la que mantenga el contacto.

Durante los cuatro años que estuve en Santiago estudiando la carrera, apenas tuve noticias sobre la empresa. Supe, eso si, que a raíz de la crisis la producción había bajado enormemente y que se había vuelto a los cinco días de trabajo consecutivos en vez de siete, que se había recortado en personal y  modificado la distribución de la nave en función de las nuevas necesidades. La última vez que pasé por la zona donde se ubica la planta (hace unas semanas) el amplio aparcamiento estaba vacío cuando antes era difícil encontrar sitio incluso en fin de semana (a mí me daba igual porque iba en bici). Lo último que sé es que la empresa, el mayor productor nacional de pavimentos de madera, presentó concurso de acreedores después de haber aplicado un ERE que afectó a casi la totalidad de los trabajadores. 

Como yo, ha habido muchos precarios precrisis. Precarios en tiempos de bonanza. 

Algún libertario pensará que estoy siendo ingrata con la mano que me dio de comer, que esta empresa me ofreció lo que buscaba: una oportunidad sin tener experiencia y dinero para pagarme parte de la carrera. Estoy segura de que por entonces producía suficiente dinero como para poder mantener en mejores condiciones a sus trabajadores si no fuera por la avaricia que ahora se ha vuelto en su contra. 




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