viernes, 2 de noviembre de 2012

Historia de mis animales

Puede que el hecho de haber pasado mi infancia viviendo en el medio del monte en contacto continuo los animales sea lo que ha estimulado mi profundo respeto y aprecio hacia ellos. Es más, me parece injusto que por no sé qué de una mano prensil multiusos a las órdenes de un cerebro desarrollado deba relacionarme con los homínidos dejando a los animales en un segundo plano. ¿Han visto la sociedad de hoy en día? Es ahí donde están los verdaderos predadores. Los animales no se andan con esas tonterías de los humanos y poseen dos cualidades que valoro especialmente: son sinceros y espontáneos. Si a un animal le caes mal te lo hará saber: te morderá, picará, echará algún excremento o sustancia fétida sobre ti... Las cosas claras. Si le caes bien también lo sabrás: será tu colega. Eso sí, por norma general, confianzas las justas. Los animales no están sujetos a estereotipos y les importa un pepino lo que se piense de ellos. ¿O ven al ornitorrinco deprimido porque la gente lo considere feo, un collage de otras especies? El ornitorrinco es feliz. No le interesa nuestra opinión. Y bien que hace, ¿de qué le serviría?

Recuerdo tener la casa de la aldea, en la que pasé mi infancia y parte de mi adolescencia, plagada de animales. Con los gatos fue traer uno (una gata para ser exactos)  y un abrir y cerrar de ojos encontrarnos con decenas de hijos y otros tantos nietos. Ellos sí que viven rápido la vida. Pero hubo uno especial. Un día mi madre encontró frente al portal de mi casa una caja de Cola Cao grande. "¡Qué cochina es la gente!", se dijo. Cuando iba tirarla a un sitio más apropiado notó que algo daba golpes en su interior. "La baticao", pensó. Abrió la caja y descubrió en su interior a una bolita de pelo negra de ojos amarillos y boca roja. Un gatito de pocas semanas. Cuando me lo contó no me lo podía creer. ¿Qué clase de señal del destino era esa? Desde siempre tomé mucho Cola Cao y aún así no conseguí descifrarla  El caso es que el minino era la cosa más mimosa sobre la faz de la tierra. Mientras ronroneaba te lamía de arriba a abajo con su lengua de una dureza propia del papel de lija del siete y aguantabas como un campeón. Le llamé Silvestre. A los pocos días se calló desde la terraza. Cuando fui a recogerlo me lamió y en su saliva había sangre. "¡No te mueras!", le dije. Encontrar un gato negro en una caja de Cola Cao que se muere a los dos días no podía ser un buen presagio. No murió. Por lo visto solo había agotado una de sus múltiples vidas. 

El caso de los perros fue diferente. Teníamos uno, Trotsky se llamaba. Recuerdo, cuando aún era bastante pequeña, haberle cogido un libro del colegio a mi hermano mayor y haber encontrado una foto de un señor con el siguiente pie de foto: Trotsky. Me había hecho mucha gracia. ¿Qué persona había sido tan cruel como para ponerle nombre de perro a un hombre? Mi hermano le había pintado unas orejas y un hocico al retrato. Así se parecía bastante a nuestra mascota. Trostky murió de viejo. El perro, digo. Cumplía años el mismo día que yo y compartíamos tarta cuando la había. Si le dabas pan lo enterraba y días más tarde se lo comía lleno de tierra. Mi madre le cantaba una canción tradicional incluyendo al chou la palabra Trotsky y el la bailaba dándole al rabo con frenesí. Un día le dio por empezar a perseguir a los pocos coches que pasaban al lado de nuestra casa ladrándoles como diciendo: "ya verás como te pille bichejo veloz". Cuando el coche se alejaba se quedaba un rato viendo su estela. "Cobarde, vuelve si te atreves", parecía pensar. Afortunadamente conseguimos quitarle esa manía. Si le decías "dame la mano", te la daba. Si le decías "dame la otra", te daba la otra. Siempre tenía la comisura de los labios hacia arriba, era un perro sonriente. No sabia hacer grandes cosas, ¿y qué?, yo tampoco.

Ya antes de la muerte de Trotsky yo tenía la costumbre de dar de comer a los perros que de vez en cuando aparecían abandonados o perdidos cerca de mi casa. Mi madre me avisaba: "he visto a un perro merodeando por aquí, ni se te ocurra darle de comer ni acariñarlo". Tarde. Generalmente yo ya había visto el perro antes y si se había aproximado a mi madre es porque había cogido confianza después de unos cuantos churruscos de pan y unos mimos a traición cuando se acercaba a coger el alimento. Mi madre volvía a repetir el toque de atención en días sucesivos cuando yo ya estaba pensando en el nombre de nuestra inminente mascota. Es así como en mi casa tuve a muchos otros perros además de Trotsky. Pero no todo fueron historias felices con los animales. No.

Hace unos años era de lo más normal en las aldeas sacar a pastar a los animales: ovejas  cabras, vacas... Nosotros teníamos de todo eso. Resulta que (lo contaré para los urbanitas) también había que aparearlos para traer nuevas generaciones que se traducían en ingresos para la familia: o se vendían las crías o eran cebadas hasta estar al dente para pasar por el cuchillo. Nosotros, por lo general mi hermana mayor y yo, llevábamos las cabras a una granja cercana para que se recrearan en esto de las artes amatorias. La idea era que el castrón poseyese a la hembra de la manera más efectiva posible, por lo que teníamos que presenciar el acto y asegurarnos de que la(s) cópula(s) resultase(n) exitosa(s), no fuera a ser que no se gustasen. Pobres animales sin intimidad. Pues en esa estábamos cuando yo me puse a lo mío, dejando el espectáculo para los más interesados. Me giré y me puse a indagar en otras cosas. Hasta que noté una presencia. Me volví y vi al castrón, con su inconfundible olor a macho cabrío, mirándome fijamente con sus cuernos amenazantes. "No será capaz", pensé. Pero fue capaz. Dio unos pocos pasos ligeros hasta llegar a mí y sin pensarlo dos veces me corneó con ímpetu. No habría ido más allá de una graciosa anécdota si yo no me encontrase al borde de una docena de escalones de piedra. Los recorrí uno a uno con la espalda. Sentía como se me clavaban en mi camino infinito hacia el suelo. Una vez que frené al final de la escalera, me puse en pie en cuestión de milésimas y empecé a moverme al estilo Chiquito de la Calzada: la mano en el riñón, encorvada y de un lado para otro. Solo me faltaba decir: "Cobarde castrón, pecador de la pradera". Debía de tener unos diez u once años. Como hasta entonces, y por raro que parezca, nunca había sufrido una caída fuerte ni me había roto o fracturado nada, me parecía que había sido un sueño. Solo había tenido grandes caídas en sueños y ese dolor infernal que sentía no podía ser verdad. Así que paré de bailar, me acerqué a mi hermana y le dije: "despiértame". Ella me preguntó cómo me encontraba, entonces supe que no era un sueño. "Mierda", pensé. A pesar de lo aparatoso de la caída y de las posibles lesiones ocasionadas no fui al médico. Los propietarios de la granja me echaron una crema más fría que la cubierta de un iglú en mi espalda magullada y ¡hala! andando de vuelta a casa con la cabra ya fecundada. Los niños de antes, sobre todo los de aldea, estábamos hechos de otra pasta. 

Mi experiencia más traumática con los animales no es esta. Tiene que ver con las arañas. Tengo aracnofobia. Me dan tanto asco las arañas que solo con verlas en la tele grito, me escondo, a veces hasta me dan arcadas. Y todo por la mayor tontería jamás contada. Detrás del mueble del salón de mi casa había una araña. Una de esas de patas largas y finas. Grande, pero tan delicada que parecía que una ráfaga de viento se la podría llevar volando. Había visto en los documentales de animales, a los que siempre fui muy aficionada, como las arañas, una vez que un insecto caía en su tela, se precipitaban rápidamente sobre él para enrollarlo en más tela y almacenarlo para el desayuno del día siguiente o zampárselo al poco. Tenía la oportunidad de verlo en directo. Cacé una mosca con la facilidad propia de alguien que ha cazado muchas moscas antes y la arrojé a la tela. Menudo espectáculo. La araña había hecho a pie juntillas lo que yo había visto en la tele. Así que repetí la operación varias veces en días sucesivos para mi diversión. La araña empezó a verse saturada y a veces ya pasaba de ir a por el insecto en cuestión, lo dejaba moribundo en la tela porque ya tenía suficiente alimento en la despensa. Al cabo del tiempo parecía la tela del terror con un montón cadáveres de moscas colgando. Pero lo peor no fue eso, con el paso de los días la araña fue adquiriendo cuerpo. Pasó de ser una araña flaquita y delicada a convertirse en un bicho gordo en el que ya se apreciaban los pelitos. Me asusté. "¡Dios... Como me descuide la próxima víctima seré yo!", me dije.  Así que tras pensarlo detenidamente decidí que lo mejor sería acabar con el monstruo que yo había creado. Cogí una escoba, y tras unos segundos de vacilación, le di en toda la chepa. Cayó al suelo intentando zafarse del ataque del ser traicionero que la había estado alimentando. La alcancé a tiempo y acabé con su vida. Ahí en el suelo, una pata para allá, otra para acá. Como diciéndome "he acabado así por tu culpa". La recogí y la tiré lejos. Pero su presencia seguía en mi cabeza. Me parecía que permanecía allí, detrás del mueble susurrando: "por la noche, mientras duermes, te voy a enroscar en mi tela para luego merendarte". No solo me invadía este miedo, sino un gran sentimiento de culpabilidad. ¿Con qué derecho había yo intercedido en la vida de esa araña proporcionándole un final tan indigno? Desde entonces cualquier araña me produce un repelús indescriptible al tiempo que veo en ella la injusticia con que la que un día me comporté.

Esta no fue la única ocasión en la que me valí de las moscas para hacer de las mías. Resulta que en los bloques de cemento con los que estaban construidos los muros que rodeaban mi casa había agujeros. Al llegar la primavera, los pájaros aprovechaban esos lugares para hacer sus nidos. Pero los hacían en las partes más altas, lejos de mi alcance. Solo conseguía llegar a uno de ellos encaramándome al bordillo del muro y aún así apenas alcanzaba ver el interior del agujero unos segundos. Observaba a esos pajaritos recién nacidos, chillones, abriendo, cual hipopótamo, una boca desproporcionada para su tamaño. Luego se me acababan las fuerzas y tenía que bajarme hasta recuperarlas y repetir la operación. Siempre que los padres no estaban cerca claro. Mi madre ya me había advertido: "no te acerques demasiado a los nidos, los pájaros los dan por invadidos y los abandonan". Ni caso. Cacé una mosca con la facilidad propia de alguien que ha cazado muchas moscas antes. Até el extremo de una ala a un hilo. Merienda en mano me dirigí al nido. Me subí al muro y asomé la presa por el agujero. Las crías se pusieron como locas. Deslicé el hilo y la más espabilada se zampó la mosca. "¡Qué divertido!", pensé. Luego esperé a que viniesen los padres, por si notaban algo, eso de la invasión del nido y tal. Nada, se comportaban con normalidad. Entonces repetí la operación, como había hecho con la araña. Unos pájaros gordos no me asustarían (aún no había visto la película de Hitchcock ni jugado al Angry Birds). Al poco tiempo, un día me asomé al nido y los polluelos estaban muertos. "¡¡No!! La culpa ha sido mía", fue mi primer pensamiento. Pero luego caí en la cuenta de que llevaba varios días sin rondar por el muro porque había estado lloviendo como llueve en Galicia: mucho. Los pájaros se habían ahogado. En posteriores temporadas de cría pude comprobar que pocos polluelos sobrevivían en ese hueco del muro, aún cuando yo ya había desistido en mi manía de alimentarlos. Por tanto, deduje que había sido la pereza de los pájaros lo que los había llevado a su muerte por no querer construir nidos decentes. Y mi conciencia se quedó más tranquila.

Poli y yo compartimos afición por los documentales de animales
Los animales han estado siempre muy presentes en mi vida. Ahora vivo en un piso y tengo una gata que se llama Policarpa, aunque le varío el nombre y también la llamo Polichinela, Polispán, todo lo que se tercie que empiece por "poli". Con los gatos hay que saber tratar desde un primer momento. No asumen esa relación dueño-súbdito que fácilmente entienden los perros. Lo que puedes conseguir si te ven como una persona muy mandona es que te manden a freír espárragos y que hagan lo que les salga de los bigotes. Por eso hay que ser uno de los suyos.Tienes que ser un familiar o un colega. Para el gusto de un gato excesivamente grande y falto de pelo. Pero al fin y al cabo, uno de los suyos y como tal tienes que respetar su independencia. Policarpa es muy lista, se ve en un espejo y sabe que es ella. En ese sentido Trotsky era muy tonto. Le ladraba y enseñaba los dientes a su reflejo para nuestra diversión. Además, caza moscas con la facilidad propia de alguien que ha cazado muchas moscas antes.

Lo que no me gusta nada es esa manía que tiene la gente hoy en día de humanizar lo más posible a sus mascotas. Les ponen ropita, le hacen comportarse como personas. Pienso "¡no por favor!, no convirtamos los animales en humanos". ¿Acaso queremos acabar con la poca sinceridad y espontaneidad que queda en el mundo?


No hay comentarios:

Publicar un comentario