miércoles, 25 de septiembre de 2013

En UK: fans de Jesús

Resulta que me fui a cuidar niños a Inglaterra y me gustaría, ya de vuelta, retomar mi blog contando algunas pequeñas anécdotas ocurridas durante ese tiempo.

La primera familia con la que conviví era do origen africano. Se había venido a vivir a una coqueta zona residencial ubicada en una pequeña isla situada en medio de un río en el condado de Kent. Antes habían vivido en Nigeria, Estados Unidos y Londres. Una familia adinerada y supuestamente feliz. Pero ante todo, muy cristiana. O mejor dicho, raro-cristiana. 

Hubo docenas de anécdotas relacionadas con su fe. Especialmente gracioso era verles intentar rezar con sus hijos (dos niños de 10 y 7 años y una niña de 5) mientras los pequeños gritaban, se peleaban y les faltaban al respeto. La verdad, nada que distase de lo que hacían a todas horas. Los nombres de los tres empezaban por D. "¡Qué curioso!" Le comenté a la madre. "Lo importante que son nombres cristianos", me respondió. "Aaaaah", añadí. 

Me preguntaba si durante esos rezos nocturnos, en los que los padres daban las gracias a Jesús por haber tenido la oportunidad de vivir un nuevo día y todo lo que tenían, a los niños les llegaba siquiera una pizca de ese mensaje. No solo mostraban su falta de educación durante el rezo, durante todo el día se comportaban como unos mimados insufribles incapaces de mostrar un solo gesto de generosidad, respeto o agradecimiento. ¿No es esa una parte esencial del mensaje del cristianismo? Hace mucho de mis clases de religión obligatorias en el colegio, me debo de estar equivocando. 

Insistían en que me sintiese libre para acompañarles en el día grande, el domingo, a misa. "Me siento libre, por eso no voy", pensaba mientras declinaba educadamente la propuesta. Los cinco se vestían con sus mejores galas, la madre con turbante de colores en la cabeza a juego con un vestido estampado africano. Los niños con camisa y corbata y la niña medias y zapatitos de charol. Antes de irse rezaban en casa. Siempre después de despertarme a las ocho de la mañana (recordemos, en domingo) con gritos, golpes y otros ruidos molestos a causa de la poca predisposición que los niños tenían para ducharse y vestirse (y con la que yo tenía que lidiar entre semana). A veces, cantaban sus plegarias antes de irse y aunque no tenían malas voces y el resultado era peculiar hubiese preferido que lo hiciesen en el coche de camino a la iglesia y me dejasen dormir en mi día libre. 

Hasta aquí, la verdad, nada me parecía especialemente fuera de lugar. Ni siquiera el CD pop-cristiano que ponían en el coche. Nada, hasta que en una ocasión dijeron que se iban a pasar cuatro días fuera. Resulta que iban a asistir a conferencias sobre Dios. La verdad, en ese primer momento, no era capaz de hacerme una idea de qué se suponía que iban a hacer. El padre había pedido permiso en su trabajo (médico) para acudir. Y me confiaron sus hijos las 24 horas del día durante ese periodo al poco tiempo de instalarme en su casa. A los cuatro días llegaron con ojeras hasta los pies y se fueron directamente a la cama. Más tarde me enteré que se trataba de escuchar a una especie de predicadores y pastores que hablaban sobre la inminente llegada del Apocalipsis y como únicamente una fe ciega en Jesús podría salvarlos. 

Al margen de las aventuras católicas de los padres, mi vida-trabajo en aquella casa se estaba haciendo insoportable debido a las tres criaturillas salvajes, irrespetuosas, estresadas y estresantes que tenían por hijos y le comenté a los padres la cantidad de veces que me habían faltado al respeto. Reconocieron que sus hijos resultaban insoportables pero, según ellos, jamás faltaban al respeto. Dos días después, escuché al padre gritarle al mayor que estaba harto de su falta de respeto hacía él y su madre y la bronca acabó golpes y llantos. Supongo que resulta difícil quitarle la venda y hacer ver a alguien que, en realidad, desea ser ciego.  

Un par de noches después de comentarle a la familia mi deseo de irme, y comiendo galletas como si no hubiese un mañana a raíz de la ansiedad que me provocaban los niños, escuché unos cánticos raros. Al rato sonaron con más fuerza. El tono, el timbre, el ritmo. Aquello sonaba jodidamente satánico lo que aumentó mis ganas de seguir devorando galletas. Cuando acabé el paquete me decidí a abrir la puerta de la habitación e indagar. Los sonidos procedían del salón. Se escuchaban varias voces cantando extrañas plegarias de las que solo conseguía entender Jesús. Perfectamente podían haber formado parte de la BSO de El exorcista. 

Desde ese día todo fue a peor en el sentido cristiano de la palabra y cada dos por tres aparecían señores negros y encorbatados en casa con biblias bajo el brazo. Se reunían con la familia y rezaban en el salón o en la cocina. Y yo no sabía donde meterme. Me decían, "siéntete como en tu casa". "Los cojones", pensaba. Ni en mis días libres podía disponer de un poco de paz, lejos de azufre y crucifijos. El colmo llegó cuando un sábado que tenía libre vino un montón de gente a casa. La niña pequeña y las hijas de las otras mujeres que habían venido entraban en mi habitación, en la que yo trataba de descansar (no había pestillo) hasta que acabaron con mi paciencia. Decidí irme fuera hasta que fuese de noche y los hijos estuviesen durmiendo, única ocasión en la que se respiraba algo de tranquilidad en aquella casa. Bajé a la cocina para echarme algo al estómago antes de partir y me encontré a un grupo de mujeres que formaban un semicírculo. En medio, otra mujer estaba de pié, en posición de conferencia y diciendo algo sobre "Cuando las mujeres no están de acuerdo con sus maridos" y "Jesús" y "Jesús". Abrí sigilosamente la nevera. Todas se quedaron en silencio y me clavaron sus ojos. Dije "Good morning" y sonreí. Me pidieron que, por favor, esperase a que acabaran su ritual para comer. Entonces, sin poder estar en mi cuarto y sin poder coger comida en una casa en la que se supone que tenía que sentir como mía, me fui a tomar el aire cantando "1,2,3, 4,5,6. Yo me calmaré, todos lo veréis". 

Ya, pocos días antes de marcharme, el padre dijo que quería hablar conmigo. Pensé que me diría algo sobre mi trabajo, imposible que tuviese queja. Pero cuando me senté frente a él, extendió un flyer que en el que había dibujada una hoguera bajo el epígrafe de Hell y una nube bajo el de Heaven. Y entonces me dijo que debería rezarle a Jesús pues era la única manera de estar seguros que en el más allá acabaría en el cielo. Le comenté que creía que en la vida lo que importaba era hacer las cosas bien y la conciencia tranquila. Que lo de rezar para salvarse era una milonga basada en el miedo y empleada durante siglos por grupos de poder. Parecía como si nunca hubiese escuchado esta verdad tan obvia. Y verdaderamente fue miedo lo que vi en sus ojos cuando le dije que no creía en Jesús, unido a incredulidad. Como si se le hubiese presentado el anticristo. Me dijo que el fin de los días estaba próximo y que confiaba en que cambiase de opinión pues solo una fe ciega en Jesús me salvaría, independientemente de los actos que llevase a cabo en vida. 

Entonces entendí. Entendí que su fe era tan vacía como coros que hacían los niños diciendo "Amén" cuando lo que querían era irse a jugar. Que su fe no incluía en seguir el supuesto mensaje de Jesús, sino decirle cuánto lo aman al comienzo y final de cada día. En vestirse impecable el domingo y traer pastores a casa. Su fe no era fe, era miedo, Tenían miedo de aquella hoguera pintada en aquel papel. "¿Como explicas que los niños, desde bien pequeños, conozcan la maldad si no es por la existencia del demonio que los corrompen?"  me preguntó. Y entonces pensé, "No justifiques la maldad de tus hijos en el demonio. La falta de atención, educación y valores es lo que ha corrompido a tus hijos y es lo que ha hecho que yo me vaya de esta casa y ningún pastor ni rezo va a cambiar este hecho". Por supuesto, no se lo dije pues la ceguera que sufría esa familia ya era irreversible. 

Y así, a los pocos días me fui y, al despedirse el padre me recordó que aún estaba a tiempo de cambiar de opinión y me dio otro folleto de charlas sobre cielo e infierno en Londres, a dónde me trasladaba. Cuando me fui sentí alivio y hasta di gracias a Dios por irme. 


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