miércoles, 1 de marzo de 2017

Esa obsesión por distraerse

A la gente le encanta distraerse. Hacer un montón de cosas para no pensar. ¿Pensar en qué? Básicamente en uno mismo y en su relación con el mundo. Cuantos más problemas se presentan, más distracciones se buscan. A mí me suelen aconsejar distraerme durante mis crisis emocionales. Pero es lo último que me apetece.


Cuando se me presenta una situación que me genera sensaciones como inquietud o ansiedad me meto de lleno llegando al punto de dejar de hacer una vida ordinaria con sus cosas más básicas: hasta comer se me olvida. Toda mi  atención la focalizo en la cuestión que resolver hasta sentir que se produce una revelación y que esa revelación produce, a su vez, un cambio. A veces, se encadenan varias revelaciones y cambios y sigue sin haber tiempo para la distracción. Por eso me gusta llevar una vida pacífica, con pocas cosas que hacer, pocas exigencias, poca gente alrededor... De este modo, no solo el entretenimiento sino que tampoco los deberes sociales me impiden centrar mi energía en asuntos que me preocupan.

No creo que esta actitud sea el polo opuesto a la de la distracción ante un problema. El polo opuesto sería enredarse en el problema, revolcarse hasta con regodeo, sin voluntad de superación en esa tendencia que tienen algunas personas de ser felices en su  infelicidad.

La distracción solo me seduce cuando no tengo absolutamente nada que hacer, ni fuera ni dentro de mí. 

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