A la gente le encanta distraerse.
Hacer un montón de cosas para no pensar. ¿Pensar en qué? Básicamente en uno
mismo y en su relación con el mundo. Cuantos más problemas se presentan, más
distracciones se buscan. A mí me suelen aconsejar distraerme durante mis crisis
emocionales. Pero es lo último que me apetece.
Cuando se me presenta una
situación que me genera sensaciones como inquietud o ansiedad me meto de lleno llegando
al punto de dejar de hacer una vida ordinaria con sus cosas más básicas: hasta
comer se me olvida. Toda mi atención la
focalizo en la cuestión que resolver hasta sentir que se produce una revelación
y que esa revelación produce, a su vez, un cambio. A veces, se encadenan varias revelaciones y cambios y sigue sin haber tiempo para la distracción. Por eso me
gusta llevar una vida pacífica, con pocas cosas que hacer, pocas exigencias,
poca gente alrededor... De este modo, no solo el entretenimiento sino que
tampoco los deberes sociales me impiden centrar mi energía en asuntos que me
preocupan.
No creo que esta actitud sea el
polo opuesto a la de la distracción ante un problema. El polo opuesto sería
enredarse en el problema, revolcarse hasta con regodeo, sin voluntad de
superación en esa tendencia que tienen algunas personas de ser felices en su infelicidad.
La distracción solo me seduce
cuando no tengo absolutamente nada que hacer, ni fuera ni dentro de mí.
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